El título de este artículo me cayó como cubetazo de agua fría cuando lo escribí en mi libreta hace unos años. Me sonó horrible, irresponsable. Todo el discurso moderno del trabajo dice exactamente lo contrario: tienes que amar lo que haces, defenderlo, vivir por él, “dejar el alma” en cada proyecto. Si no estás perdidamente enamorado de tu chamba, algo está mal contigo y nadie te va a valorar, pinche mojigato poco profesional.
Ese era yo hace unos años, fiel suscriptor de esa filosofía que tanto daño me estaba haciendo, aunque, como cualquier droga, se sentía bien en el momento que la estaba usando.
Después de muchas frustraciones (en retrospectiva) innecesarias, terapia y sesiones de journaling, entendí que para sentirme satisfecho con mi trabajo, no necesito estar más enamorado de él; necesito poder verlo sin que me tiemble la mano cuando toca matarlo, cambiarlo o soltarlo. Me di cuenta de que no me faltaba pasión, sino frialdad. Me faltaba sentirme cómodo teniendo una distancia sana desde la que pudiera mirar mi trabajo con un poco menos de ego y un poco más de criterio.
Ser dispassionate.
Traducida a lo bruto sería “desapasionado”, pero en español suena a funcionario gris que odia la vida, y no es eso. No es apatía. No es cinismo. No es “me vale madre todo”. Es otra cosa: es negarte a que tu estado emocional se siente en el volante cada vez que tienes que tomar una decisión importante.
La pasión está sobrevalorada y, peor, mal entendida

Durante años nos han predicado el mismo evangelio: “Encuentra tu pasión”, “trabaja en lo que amas”, “si amas lo que haces, no trabajarás ni un solo día de tu vida”. Lo hemos visto en conferencias, en TED Talks, en posts de LinkedIn con fotos de alguien mirando el horizonte con una taza de café (o con la laptop en las piernas en un cuarto de hospital con su familiar de fondo, en el peor de los casos).
Cuando tu trabajo se convierte en tu “pasión”, empiezan a pasar cosas raras. Te tragas comentarios, faltas de respeto y dinámicas tóxicas porque “es que amo lo que hago y esta es la industria”. Te acostumbras a jornadas estúpidas porque “mucha gente mataría por estar donde estoy, no puedo quejarme”. Te cuesta decir que no, poner límites, pedir más dinero, simplemente porque te vendiste a ti mismo la historia de que esto es un sueño cumplido.
Y lo más peligroso: te identificas tanto con tu trabajo que cualquier crítica al trabajo se siente como un ataque directo a tu valor como persona. Si el proyecto sale mal, tú eres un fracaso. Si el producto no crece, tú no sirves. Si la empresa no te promociona, tú no vales. Ya no hay separación.
A las empresas, particularmente a las que tienen jefes en vez de líderes, les encanta este discurso. La persona apasionada es fácilmente explotable. Siempre encontrará una razón moral para seguir dando más: el equipo, la misión, el usuario, el impacto, el sueño. Siempre hay una justificación para ponerse la camiseta otra vez.
La pasión, sola, sin frialdad, es una receta perfecta para quemarte, tomar decisiones pésimas y quedarte demasiado tiempo en lugares donde ya no tiene sentido estar. No es que la pasión sea mala; simplemente es un muy mal enfoque para tomar decisiones difíciles. Y son esas decisiones difíciles las que probablemente van a tener más impacto en tu calidad de vida a largo plazo: si terminar o no la relación con tu pareja que, aunque se ve muy bonita en Instagram, realmente no te hace sentir bien la mayor parte del tiempo; si te mudas o no a otra ciudad para mejorar tu calidad de vida, aunque signifique dejar el proyecto social al que tanto tiempo y esfuerzo le has invertido; si te enganchas o no con el comentario idiota de tu compañero de trabajo que menosprecia tu esfuerzo en frente de tu manager.
Bien dicen que el que se enoja pierde. Y la forma más fácil de salir enojado en cualquier situación es llegar con la pasión a flor de piel.
¿Qué significa ser dispassionate?
Ser dispassionate es poder sentarte a mirar tu vida profesional sin filtro romántico. Ver tu empresa, tu rol, tu proyecto, tu “sueño”, tal como está hoy, no como te lo prometieron en el onboarding ni como lo imaginaste cuando tenías veinte años. Es poder decir: “Esto me importa un chingo, pero aun así ya no hace sentido seguir aquí”.
La pasión grita: “No puedes dejar esto, es parte de quién eres”. La frialdad te deja hacer preguntas incómodas: ¿esto sigue teniendo sentido? ¿El costo que estoy pagando vale lo que estoy recibiendo de vuelta? Si hoy tuviera que elegir esto desde cero, sabiendo lo que sé, ¿lo elegiría otra vez?
Cuando estás demasiado apasionado, te casas con ideas malas solo porque eran tuyas. Confundes lealtad con sacrificio infinito. Sigues invirtiendo tiempo en algo que ya está muerto porque te aterra ser “el que se rindió”. Te convences de que aguantar es virtud, incluso cuando lo único que estás defendiendo es la historia que tú mismo te contaste en tu cabeza, pero que realmente no existe ni le importa a las personas a tu alrededor.
Cuando te permites ser un poco más dispassionate, pasan otras cosas. Matas proyectos a tiempo en lugar de esperar a que se derrumben solos. Cambias de empresa sin tener que convertir a nadie en el villano de la historia. Puedes recibir feedback duro sin salir con el ego herido. Te vuelves capaz de decir “ya no” aunque todavía te guste. Aunque todavía te duela.
No es una invitación al cinismo o al valemadrismo. Es una invitación a que te importe lo suficiente como para hacerlo bien, pero no tanto como para perder la capacidad de soltarlo cuando toca. A mí me tocó aprender el valor de esto a la mala, cuando el mero prospecto de perder mi chamba en un layoff me mandó a un colapso nervioso:
En retrospectiva, esta experiencia hizo darme cuenta de dos cosas. Primero, que me gusta mi trabajo, me siento capaz y contento con lo que hago, y me dolería perder la oportunidad de colaborar con las personas que tengo a mi alrededor. Bien dicen que uno nunca sabe lo que tiene hasta que lo pierde. En mi caso, el mero prospecto de poder perder mi empleo me detonó un ataque de ansiedad que me transportó a esos primeros meses de pandemia — horrible.
Segundo, y más importante: que aún me queda mucho trabajo personal por hacer para continuar separando mi identidad personal de mi situación laboral. Entiendo que perder algo que valoras debería de provocarte una reacción — somos humanos, después de todo. Pero, personalmente, aspiro a desligar mi valor como persona de algo que en cualquier momento podría perder, incluso por factores externos y sin tener la más mínima injerencia. En esta ocasión, más que simplemente perder mi empleo, vi mi valor personal — relaciones, ego, status — directamente en riesgo.
Cómo se ve esto en la vida real
Piénsalo en escenas concretas. Por ejemplo, algo muy común en gente senior: dices querer una carrera más sostenible, menos burnout, más espacio mental… pero en la práctica sigues diciendo que sí a todo. Sí a todos los tickets urgentes. Sí a los favores “rápidos”. Sí a cubrir huecos que nadie más quiere cubrir. Sí a juntas donde claramente no aporta, pero “por si acaso”.
La narrativa interna suele sonar responsable: “soy confiable”, “el equipo me necesita”, “ahorita aguanto y luego veo”. Pero estás confundiendo pasión con profesionalismo. El problema es que ese comportamiento no está alineado con el objetivo que dices tener. Estás optimizado para verte indispensable hoy, no para llegar entero dentro de cinco o diez años.
O cuando dices querer influencia, liderazgo y voz en las decisiones importantes… pero que te escondes en el código cada vez que hay ambigüedad. Cuando hay que opinar sobre arquitectura, proceso, estrategia o prioridades, te dices a ti mismo: “Yo solo ejecuto”, “no tengo todo el contexto”, “mejor no meter ruido”. Prefieres resolver un bug complejo que levantar la mano en una junta incómoda. El código es terreno seguro: ahí sabes que eres bueno, ahí no te van a juzgar por “decir una tontería”.
La pasión por hacer bien tu chamba técnica te mantiene cómodo. Demasiado cómodo. Tan cómodo que nunca te mueves.
La versión dispassionate comparte el mismo principio en ambos casos: deja de optimizar para la comodidad inmediata y empieza a actuar con claridad sobre los costos reales de cada decisión. Elige con frialdad qué vale la pena sostener y qué no, no porque falte compromiso, sino porque hay un objetivo más grande que proteger. No apagas el gusto por el trabajo bien hecho; lo canalizas hacia comportamientos que, repetidos en el tiempo, sí están alineados con el tipo de carrera que dices que quieres construir.
Nadie toma buenas decisiones en arranques de pasión. Créeme: te tiene que valer tantita madre.
Que te valga tantita madre (para trabajar mejor)
Ser más dispassionate no se logra con un switch mental mágico ni tomándote una pastilla (aunque sería un negociazo para el que la invente). Es más bien una práctica, una serie de pequeñas decisiones que te entrenan a no meter el ego donde no va.
Una de esas decisiones tiene que ver con el lenguaje. Pasar de “soy diseñador, soy product manager, soy emprendedor” a “ahorita estoy haciendo diseño, ahorita trabajo en producto, ahorita estoy construyendo este negocio”. Es sutil, pero abre una grieta: tu trabajo deja de ser identidad fija y se convierte en actividad actual. Dejas de ser tu chamba y empiezas a verla como algo que haces por ahora. Eso hace mucho más fácil cambiar de rol, de industria o de empresa sin sentir que estás matando a la persona que eres.
Otra decisión tiene que ver con dónde colocas tu intensidad. No todas las áreas de tu vida tienen que ser épicas o dignas de un highlight reel. Puedes decidir que tu “presupuesto de pasión” se va a dos o tres cosas muy específicas: quizá un proyecto personal, quizá un espacio creativo, quizá una comunidad. Y que tu trabajo de día solo tiene que estar bien hecho, bien cobrado y bien delimitado. No tiene que ser tu misión existencial. No tiene que salvar al mundo. A veces basta con que pague las cuentas sin destruirte, para que el resto de tu energía se lo puedas dedicar a otras cosas (como yo con el buceo).
También ayuda entrenar el músculo de soltar antes de estar agotado. Preguntarte periódicamente qué proyectos, hábitos o compromisos sigues sosteniendo solo porque ya invertiste mucho tiempo ahí. Donde te quedas por miedo a lo que pensarían los demás si te sales. De qué cosas puedes salirte ahora, con relativa calma, en lugar de esperar al drama final. El que es dispassionate dice “hasta aquí llego, muchas gracias” y se va con la frente en alto antes de que truenen las cosas.
Cuando estás demasiado metido en tu propia narrativa —“mi pasión”, “mi sueño”, “mi proyecto”—, todo se siente gigantesco. A veces necesitas que alguien que te quiere, pero no está enamorado de tu historia, te sirva de espejo. Alguien a quien puedas preguntarle: “Desde afuera, ¿esto que estoy haciendo sigue teniendo sentido?, ¿qué ves tú que yo ya no estoy viendo?”. No porque esa persona tenga la verdad absoluta, sino porque te ayuda a retar tu perspectiva. Habla con alguien (conmigo si gustas, o un amigo, o un terapeuta profesional).
Entonces, ¿qué hago con mi “pasión”?
Tal vez la pregunta correcta nunca fue “¿cuál es mi pasión?”, sino “¿qué práctica quiero construir?”. En lugar de obsesionarte con encontrar ese fuego perfecto, podrías preguntarte qué problemas quieres morder a largo plazo, con qué tipo de gente quieres trabajar, qué vida te gustaría sostener durante muchos años, no solo durante los tres meses de hype que le corresponden al framework de JavaScript de moda.
La pasión es una palabra que muchas veces usamos para no decir cosas menos glamourosas pero más útiles: compromiso, maestría, paciencia, tolerancia a la incomodidad de aprender. Es un gran combustible y un pésimo volante. La quieres en el tanque, no agarrando el timón.
Si mientras leías esto sentiste que estás demasiado pegado a tu chamba como para verla con claridad —demasiado enamorado de tu empresa, de tu rol, de tu proyecto, de tu propia historia—, eso es justo el tipo de conversación que trabajo en coaching uno a uno. No se trata de que yo llegue a decirte “renuncia ya” o “quédate ahí pase lo que pase”. Se trata de despegar un poco la emoción inmediata, mirar el mapa completo de tu vida profesional y decidir con calma dónde sí vale la pena seguir metiendo corazón y dónde ya es puro ego defendiendo una narrativa vieja.
Si quieres explorar eso conmigo, podemos tener una llamada corta y ver si tiene sentido trabajar juntos. La práctica que vale la pena construir no es la que depende de estar enamorado 24/7, sino la que puedes sostener incluso cuando la pasión baja un poco el volumen y entra algo más valioso: lucidez.
A veces, para cuidar tu trabajo, tienes que dejar de cuidarlo como si fuera tu hijo. Dejar de proteger tu ego… y empezar, por fin, a proteger tu vida.
Deja un comentario