En 2017 trabajaba para una startup de San Francisco. Yo había sido el primer empleado en México, y nos había ido tan bien que me confiaron contratar más personas de este lado.
Desafortunadamente, todo lo bueno por servir se acaba, como decía mi abuela.
Un martes —lo recuerdo perfectamente—, el nuevo Product Manager que había entrado hacía unas semanas me dijo que si me podía conectar a una llamada rápida.
“Ya no vamos a requerir tus servicios.”
Recuerdo que me puse defensivo. Me sentí personalmente agredido. Después de todo, yo había ayudado a contratar a todos los ingenieros en México, yo había desarrollado gran parte de la aplicación, yo había sido el primero en entrar a la empresa de todos mis compañeros… yo, yo, yo.
Fue un trago amargo. Pero también uno que necesitaba.
En retrospectiva, hoy veo que mi actitud no era la correcta, y que mi ego me había estado jugando chueco. Haciéndome creer que yo era más importante que todo lo demás. Y que era intocable.
Mi ego me llevó a públicamente contradecir a nuestro CEO en llamadas, a estar visiblemente desconectado en reuniones de estrategia. A no ser un jugador de equipo. Lo que importaba era yo.
Hoy agradezco que me hayan despedido como lo hicieron. Claramente, no estaba haciendo las cosas bien. Pero qué trago tan amargo pasé.
Como dice Tony Adams, entrenador de fútbol:
Juega para el nombre al frente de tu playera, y recordarán el nombre de atrás.
Lo que aprendí en aquella ocasión es la importancia de mantener el ego en check.
Desde entonces, me he hecho más consciente de lo que puede suceder si uno deja que se descarrile su sentido de autoimportancia. Y los impactos que esto puede tener.
En aquel momento mi única responsabilidad eran mis perros. Imagino que hubiera sido mucho peor si tuviera familia, hijos, o alguna otra responsabilidad mayor.
Hoy, te invito a que reflexiones: ¿cómo está tu ego jugando en tu contra, y a qué consecuencias podría llevarte? Te leo.
— Oscar Swanros.
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